
El regreso más largo de mi vida
Unos amigos y yo habíamos ido a una fiesta. Todo bien, todo chévere… hasta que salimos. Estábamos —para qué negarlo— un poco pasados de copas. Una amiga y yo vivíamos cerca, así que tomamos el mismo transporte. Ella estaba claramente más ebria que yo, y eso quedó en evidencia a los pocos minutos, empezó a sentirse mal, se le notaba en la cara, las náuseas aparecieron como preludio de lo inevitable. Y sí, terminó vomitando, con fuerza, con escándalo, parecía caño abierto.
En otro contexto habría sentido vergüenza, pero entre el cansancio y los tragos, ya nada me sorprendía. Aún así, hice lo que pude: me paré frente a ella y traté de cubrirla con mi cuerpo para evitarle más roche del necesario.
Sobrevivientes con lección aprendida
Al final, ambas llegamos sanas y salvas a casa. Lo único dañado fue el orgullo y, probablemente, el asiento del bus. La lección quedó clarísima: no hay fiesta que valga la pena si no sabemos cuándo parar.
¿También pasaste un roche post-fiesta?
